PCV.— El siglo XVIII fue el momento en que la razón inundó de optimismo a los burgueses e intelectuales europeos. La corriente intelectual de la Ilustración tuvo en los philosophes franceses —Rousseau, Montesquieu y compañía— a sus mejores promotores, aún cuando la divisa de las Luces fue inmortalizada por Kant cuando arengó a sus interlocutores para que salieran de la minoría de edad y se valieran por sí mismos: la garantía de progreso permanente de la humanidad aseguraría un bienestar futuro insoslayable.
Pero el emblema de la Ilustración, el racionalismo científico heredero de Newton y Descartes, precisó de altos grados de impaciencia y desasosiego. «Una nueva humanidad sale a buscarse a sí misma —propone Michel Vovelle en su prólogo a El hombre de la Ilustración—, más avisada y también más inquieta»[i]. Este ímpetu reformador es, precisamente, uno de los catalizadores de la respuesta conservadora de las Luces: el Romanticismo, «la gran transformación de la conciencia de Occidente»[ii], en el decir de Isaiah Berlin.
La gélida racionalidad del siglo XVIII convocó a poetas que con su pluma reflejaron el anhelo por un retorno al pasado y enarbolaron la bandera de la nostalgia. El alemán Friedrich von Hardenberg, más conocido como Novalis, fue discípulo de Schiller y un gran relator de melancolías entrelazadas en una comunión mística y vaporosa con Dios:
«Por todas partes ahora brota
Sangre más noble y encendida;
Dios, para darnos paz eterna,
Se hunde en el mar de nuestra vida».
En este poema, “Lejos, al este…”, todo deja traslucir la nostalgia por la infinitud inabarcable. Incluso el título de la composición finaliza con puntos suspensivos, como si quisiera advertirnos, de entrada, sobre la incertidumbre futura. Sumado al enlace entre hombre y Dios, el poeta invoca la unidad religiosa ya extinta, un pasado cristiano arrasado por las ideologías, pero que aún puede ser preservado:
«Del jardín claro del Señor
Cuida ahora bien capullo y flor».
La religión organizada emprendía su retirada y Novalis lo sabía. Vanos serían los intentos por conciliar fe y razón. Imbuido de un espíritu anticientífico, el poeta inunda sus versos de afectos y sentimientos, como si fuese un cuento alegórico «repleto de referencias místicas y veladas», como recuerda Berlin.
«Deja que lleve sus pupilas
A lo más hondo de tu alma,
Para que siéntaste invadido
De su inefable e inmensa calma».
No es la ciencia ni la razón las que pueden solucionar nuestros problemas o sanar los males del espíritu: es la búsqueda interior, como el constante retorno a su hogar del que hablaba Novalis. Su poema “Voy hacia unos Prados…” —nuevamente los puntos suspensivos— hablan, también, de este viaje donde las palabras «alma», «espíritu», «paz» y «Éter» son compañeros incondicionales:
«Voy hacia unos Prados:
Do las penas son
De puros encantos
El dulce aguijón».
La añoranza de un viaje místico, extraño y ajeno fue una demanda de Novalis y otros románticos que vieron una oscuridad atemorizante en el racionalismo ilustrado que, en términos menos poéticos y más coloquiales, «parecía demasiado bueno para ser cierto».
William Blake fue otro vate y artista místico que abrazó el romanticismo y, adicionalmente, las teorías antirracionalistas de Georg Hamman, un devoto del sentimiento humano ahogado por el grueso velo omnipresente de la razón. En “Augurios de inocencia”, poema de Blake que metafóricamente confronta el dilema de su tiempo, se resume parte de la divisa kantiana de que el hombre todo lo puede:
«Ver el Mundo en un Grano de Arena
y el Cielo en una Flor del Campo
tener la Infinitud en la Palma de tu mano
y la Eternidad en una hora».
Aunque podría aducirse que estos versos aprueban la posibilidad de abarcar en lo más mínimo —un «Grano de Arena»— la inmensidad del universo, una segunda lectura advierte que tales afirmaciones pueden reflejar el anhelo del autor por subyugar el orgullo intelectual reinante.
En cierto modo, Blake fue de aquellos que no podían concebir que la lógica divina estuviera oculta en mecanismos cognoscibles por el hombre. Es más, el objeto de su aversión y desafecto fueron Locke y Newton. «Él los veía como a diablos que aniquilaron el espíritu —relata Berlin—, al cortar la realidad en algo así como piezas simétricas matemáticas, cuando la realidad era, en verdad, una totalidad viviente que sólo podía apreciarse de un modo no matemático»[iii]. Para Blake, la pintura y la poesía suplían esto.
Un par de versos alimentan esta postura con mayor vehemencia, aunque siempre ocultos en la metafórica actitud del poeta. Sigamos con “Augurios de inocencia”:
«Un Petirrojo en una Jaula
Hace que se enfurezca el Universo».
Según Isaiah Berlin, la jaula en la que Blake encierra al petirrojo es la Ilustración: «se trata de la prisión en la que él y personas como él siente sofocar sus vidas durante la segunda mitad del siglo XVIII»[iv]. Blake afronta la postura descartiana que recelaba de las experiencias emocionales —una desgraciada derivación de nuestra naturaleza corporal— y rescataba las experiencias mentales. Ese enclaustramiento racional era inaceptable: «El arte es el árbol de la vida […] La ciencia es el árbol de la muerte», dice Blake[v]. El alma humana no podía ser conocida por los oscuros designios de la razón, indómita frente a la espiritualidad ignorada.
Incluso un ilustrado materialista convencido como Diderot sabía que en el arte, en la gran obra de arte creada por un genio, había elementos de profundidad y comprensión difíciles de abarcar. Los elementos irracionales, tan caros en el siglo XX, estarían en el alma del artista.
No podemos concluir, sin embargo, que el romanticismo haya prescindido descarnadamente del racionalismo. Schiller, como ciudadano de la clase media, le dijo adiós a algunos tópicos literarios aristocráticos como el amor cortés en “El guante” («Y tirándola el guante en plena cara,/ “Gracias, la dice, no lo necesito.”/ Y de ella se separa para siempre»). Fue parte de los románticos progresistas, que miraron al pasado desprovistos de la nostalgia de Novalis e imbuidos con la fuerza de una burguesía ascendente.
«A partir de Wordsworth o Goethe —acota el filósofo Stephen Toulmin—, los poetas y novelistas románticos se inclinaron hacia el otro lado: la vida humana que está regida sólo por la razón calculadora no merece realmente ser vivida»[vi]. Adhiriendo a la metáfora arbórea de Blake —«la ciencia es el árbol de la muerte»—, los románticos aceptaron, sí, que deberían convivir con el racionalismo; pero consintieron a sabiendas de que en este dualismo estarían del lado de las emociones profundas. Como Hume, declararían: «La razón es, y ha de ser, la esclava de las pasiones»[vii].
Los románticos sintieron la amenaza ilustrada. Y seguramente habrían comulgado con las palabras de Toulmin: «Si, llegados a las Puertas del Cielo, se nos diera la oportunidad de escoger nuestra residencia eterna en las mismas nubes que Erasmo, Rabelais, Shakespeare y Montaigne [a los que podríamos agregar Schiller, Blake, Novalis y otros], pocos de nosotros —sospecho— preferiríamos enclaustrarnos a perpetuidad con René Descartes, Isaac Newton y los genios de pensamiento exacto pero alma oscura»[viii]. Es la paradoja de la Ilustración y el Romanticismo: el primero, un movimiento de ideas claras pero convicciones lóbregas; el segundo, un movimiento de raíces oscuras pero belleza luminosa.
[i] Vovelle, Michel; El hombre de la Ilustración (España: Alianza Editorial, 1995), p. 39
[ii] Berlin, Isaiah; op. cit., p. 41
[iii] Berlin, Isaiah; op. cit., p. 77
[iv] Berlin, Isaiah; op. cit., p. 78
[v] Berlin, Isaiah; op. cit., p. 78
[vi] Toulmin, Stephen; Cosmópolis. El trasfondo de la Modernidad (España: Editorial Península, 1990), p. 209
[vii] Hume, David; citado en Toulmin, Stephen; op.cit., p. 213
[viii] Toulmin, Stephen; op.cit., p. 21