«Las Grandes Alamedas»: una mirada a la mirada de Patricio Navia (II)

Patricio NaviaPCV.— En el libro Las grandes alamedas, Patricio Navia sugiere que el crecimiento económico y el combate a la pobreza y desigualdad —la triple alianza del desarrollo, como él la denomina— es el detonante de la principal disputa ideológica en la sociedad chilena post Pinochet, donde destacan las reformas económicas de la dictadura, la buena utilización de éstas por la Concertación para combatir la pobreza, pero con un flagrante fracaso en la reducción de desigualdades, donde el Estado —a su juicio— debe intervenir.

Con un análisis retrospectivo que concede éxito a la dictadura y a las políticas neoliberales que le permitieron al país gozar de la mayores tasas de crecimiento del siglo XX, el autor también consigna que la excesiva pobreza derivada de estas reformas dejó de manifiesto que el período de Pinochet no tomó el peso de lo que significa una mala distribución de la riqueza y menos aún de la importancia de la democracia.

La ausencia de políticas públicas destinadas a reducir los niveles de desigualdad era notoria y sintomática de una falta de desconocimiento o, si se quiere, de la actitud de una elite que prefirió desentenderse del problema. En 1990, con el inicio de la transición democrática, un 10% de la población, el sector más rico del país, recibía casi la mitad de los ingresos totales.

Así como Navia está convencido de que la relación pobreza-desigualdad-crecimiento debe recibir respuestas focalizadas por parte de los gobiernos, la principal diferencia en esta triple alianza guarda relación con el rol del Estado. Mientras tanto el sector público como el privado tienen un papel importante en la generación de riqueza, es el Estado —a juicio del autor— el que tiene un papel indispensable en el diseño de políticas públicas en contra de la pobreza y desigualdad.

Navia analiza el marco en que el crecimiento económico se ha desarrollado en las últimas décadas. Mientras que durante gran parte del siglo XX el Estado fue un obstáculo para los privados en la generación de riqueza —buscando su consolidación hegemónica en esta materia—, durante la dictadura esto se revirtió y, gracias a las reformas neoliberales, «el Estado chileno aprendió a crear las condiciones institucionales y estructurales para que hubiera un ambiente donde se pudiera generar riqueza»[1]. Sin embargo, fue sólo a partir del primer gobierno de la Concertación que se redujeron los niveles de pobreza junto a altas tasas de crecimiento. La dictadura sólo sembró; la transición, cosechó.

De esta forma, la disminución de pobreza e indigencia gozó del impulso de la actividad económica en los primeros años de la década de los noventa. Pero a partir de la recesión económica de fines de siglo, de la «pérdida de la receta» para alcanzar elevadas tasas de crecimiento saludable, la duda que se ha instalado es si Chile podrá retomar la vía correcta para la generación de riqueza. Una vez que se estancó la actividad económica también lo hizo la disminución de la pobreza que la Concertación había logrado. Del 38,6% de pobres en 1990 se disminuyó a un 21,7% en 1998, pero después la reducción se ralentizó: 20,6% de pobres en el 2000.

Para Navia, recuperar la receta del crecimiento económico no sólo debiera ser argumento de la derecha, puesto que renunciar a políticas macroeconómicas conducentes al crecimiento —como en el caso de ciertos sectores de la izquierda— implica renunciar a la defensa de políticas que reduzcan la pobreza. Así, la diferencia entre la derecha y la izquierda debería acentuarse en las políticas de distribución que cada sector privilegia en tiempos de altas tasas de crecimiento y no desestimar a priori esta condición necesaria para luchar contra la pobreza.

Volviendo al explosivo desarrollo experimentado por la economía durante los noventa, Navia plantea que esta expansión «nos llevó a percibir las mismas diferencias de siempre [en materia de ingresos] como más acentuadas»[2] ya que, durante ese tiempo, no presenciamos grandes variaciones en la distribución de la riqueza. Para él, la desigualdad puede ser la misma en términos proporcionales, no así en términos absolutos que parece incrementarse cuando el país es más rico.

Es en este punto donde Navia no sabe qué postura tomar; para él, un crecimiento alto —un hipotético 9,4% distribuido desigualmente entre ricos, clase media y pobres— o un crecimiento moderado —5% repartido equitativamente— reflejan prioridades distintas. La tasa alta genera mayores desigualdades mientras la tasa baja, al menos, mantiene las desigualdades estables pero genera menor crecimiento. En este sentido, Navia plantea que la discusión sobre ambas opciones no se ha producido y es un tema pendiente —pese a la preeminencia del crecimiento en la campaña presidencial de la derecha en 1999—, generando discrepancias entre Concertación y Alianza, incluso al interior de ambas coaliciones.

Lo que sí se aventura a proponer es la intervención estatal —sea con una tasa alta o baja— para distribuir de mejor manera los ingresos en aras de reducir las desigualdades. Pero, al mismo tiempo, aparecen las interrogantes sobre los límites permitidos y las atribuciones del Estado en esta materia.

La desigualdad, según lo constatado por Navia, ha sido un problema histórico en Chile. Durante la dictadura la distancia entre los más pobres y la clase media disminuyó pero la distancia entre ésta y el 20% más rico aumentó, acentuando el problema. A partir de la transición, no obstante, la distribución del ingreso no varió sustancialmente: se mantuvo estable. Todos los sectores mejoraron sus ingresos en un contexto de tasas elevadas, pero, para Navia, la Concertación poco logró en aminorar los niveles de desigualdad históricos si se compara con sus aciertos en la lucha contra la pobreza.

Y a partir de lo anterior es que Navia aborda la percepción negativa que tiene la opinión pública sobre la desigualdad y el desconocimiento, en materia de encuestas serias, sobre la relación que establece la gente entre crecimiento y menor desigualdad. El autor plantea la siguiente disyuntiva: ¿es mejor un país donde aumenta la pobreza pero disminuye la desigualdad, o viceversa? La disminución de ambos factores sería el ideal ya que cualquier otra situación —menos pobres, mayor desigualdad— sería menos que óptima.

En resumen, Chile tuvo la receta del crecimiento, luchó exitosamente durante algunos años contra la pobreza, pero fracasó al enfrentar el problema de la desigualdad; «Chile después de Pinochet es un país más rico, con menos pobres, pero continúa siendo desigual»[3]. El Estado, por tanto, aparece como el ente regulador en este ámbito.

Los planteamientos de Navia, no obstante, avizoran problemas a largo plazo que no deben ser desestimados, por marginales que sean. Cuando el autor señala que «las sociedades más desiguales a menudo son también aquéllas donde predomina la violencia, existe poco capital social y hay bajos niveles de confianza interpersonal»[4], está constatando una situación que también puede darse en un contexto de bonanza económica. No es apresurado suponer que, en sociedades estables y promisorias, las demandas de los grupos más excluidos pueden sufrir un aumento, operando en la lógica de «si las desigualdades se mantienen pero el país crece, algo está funcionando mal».

Las desigualdades en el ingreso fueron tema de campaña en las últimas elecciones presidenciales y aún así pareciera que la situación no vislumbra variaciones sustanciales. Con una cierta recuperación en el crecimiento económico pronosticado para el 2010, el año del Bicentenario, las posibilidades para implementar políticas redistributivas son inmejorables.

Además, y de acuerdo a lo afirmado por Navia, la desigualdad puede ser disminuida independiente del crecimiento de un país. No podemos depender de la lógica derechista del «chorreo» ni de la estrategia de la izquierda de «combate a la pobreza igual reducción de desigualdades». Si el tema predominó en la campaña presidencial Lagos-Lavín, si fue la principal bandera de lucha —y propagandística— de todos los sectores políticos, es necesario que el Estado enarbole esta bandera, usando los términos de Navia, y aplique políticas impositivas con eficacia real —planes de empleo, incentivos, subsidios— y no reformas cosméticas —ampliaciones del metraje de la vivienda social básica, remozamiento de barrios marginados, etc.—. Con eso no se soluciona el problema de la pobreza y la desigualdad, sólo se maquilla.

Si durante la dictadura el tema de la triple alianza sólo se centró en el crecimiento, en el Chile post Pinochet del siglo XXI están las condiciones necesarias —estabilidad social y democrática, ahorro por superávit, crecimiento «saludable»— para que las discusiones en torno a ésta puedan ser encauzadas en una alameda viable por medio de políticas efectivas y reales. El tema ha sido instalado en el espacio público, «pero verificar la existencia de un hecho no significa hacer algo para corregir esa falencia»[5]. Sólo queda esperar que la constatación social y política se transforme en reformas estructurales, verificables en los números y palpables en la cotidianidad.


[1] Navia, Patricio; Las Grandes Alamedas: El Chile post Pinochet (Santiago: La Tercera-Mondadori, 2004), p. 154
[2]
Navia, Patricio; op. cit., p. 161
[3]
Navia, Patricio; op. cit., p. 173
[4]
Navia, Patricio; op. cit., p. 151
[5]
Navia, Patricio; op. cit., p. 171

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