PCV.— Mientras permanecía exiliado por haber participado en una presunta conjura en contra de los Médicis, una de las familias más importantes de la Florencia del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo compuso El Príncipe, un descarnado tratado sobre la conquista y mantención del poder. La obra —dedicada a Lorenzo el Magnífico, pater familia de los Médici— buscó capturar el favor político perdido. Lo que Maquiavelo ofrecía no eran joyas o adornos, sino que su conocimiento «sobre las acciones de los hombres»[i]. En una Italia dividida en repúblicas y gobernada por familias, sus consejos eran una hoja de ruta para poder desenvolverse en el árido terreno político.
Con Maquiavelo observamos un intelectual autónomo con caracteres notables, a saber: no era una figura de iglesia; por su experiencia, sabía cómo se articulaba el imperio; dejó fuera las preocupaciones éticas; y le dio un valor al conocimiento y la enseñanza. Todo lo anterior se refleja en la dedicatoria inicial, confiado de que Lorenzo apreciará «la posibilidad de aprender, en poquísimo tiempo, lo que a mí me ha costado tantos años y tantas dificultades y peligros llegar a conocer»[ii]: cómo son los principados; cómo se obtienen lícita o ilícitamente; cuando utilizar el ejército propio o de mercenarios; etc.
En 1516, Erasmo de Rotterdam escribió su Educación del Príncipe Cristiano pensando en Carlos V, rey de España desde ese año hasta 1556. Erasmo sí moraliza al gobernante: desde la cuna, dice, «la mente del futuro príncipe, vacía y todavía ruda, deberá ser ocupada por saludables opiniones»[iii]. Instala, así, un ideal: debe velar por el bien común[iv]; debe moderarse[v]; debe ser piadoso[vi]; debe aspirar a la virtud y la honestidad[vii]. Este príncipe está atado a una tradición cristiana: como si fuese la encarnación política de Cristo, el gobernante —y sus maestros— velarán por el bien de todos. De ahí la importancia de la educación. Es en este punto en que ambos autores comulgan: el maestro y la enseñanza tienen un valor inestimable e ineludible. Maquiavelo lo indica en su dedicatoria y Erasmo en la virtud de los tutores.
Resumiendo: mientras el príncipe de Maquiavelo es abstracto —aún hoy podemos aplicar sus principios al Estado—, Erasmo encarna su ideal en Carlos V. El florentino cree que todos los hombres pueden ser reyes; Erasmo no. Mientras Maquiavelo postula un espíritu bélico preventivo —anticiparse al otro—, Erasmo aboga por uno defensivo, como en la Utopía de Moro. Para Maquiavelo el interés y la pasión son leyes naturales de la política; para Erasmo el hombre está dispuesto naturalmente para hacer el bien, pero se desvía al mal por ignorancia y por ello debe educarse. Reflexionando sobre este gambito teórico, cualquier idealización sobre la pureza moral del mundo —la tabla rasa de Erasmo— choca con una cualidad básica de la política que, siguiendo a Maquiavelo, debe enfrentarse inevitablemente con el problema de la fuerza[viii]. Eso fue, quizás, lo que destruyó la imagen del buen salvaje y la inviabilidad de las comunidades indígenas en América.
[i] Maquiavelo, Nicolás; El príncipe (España: Espasa Calpe, 1995), p. 33
[ii] Maquiavelo, Nicolás; op. cit., p. 34
[iii] de Rotterdam, Erasmo; Educación del príncipe cristiano, p. 13
[iv] de Rotterdam, Erasmo; op. cit., p. 12
[v] de Rotterdam, Erasmo; op. cit., p. 18
[vi] de Rotterdam, Erasmo; op. cit., p. 21
[vii] de Rotterdam, Erasmo; op. cit., pp. 24-25
[viii] Varotti, Carlo; “El Pensamiento Político entre el Realismo y la Utopía”. En Gian Mario Anselmo, ed., Mapas de la literatura Europea y Mediterránea (Barcelona, Editorial Crítica, 2002), p. 407