PCV.— François Marie Arouet, conocido universalmente como Voltaire, publicó Cándido en 1759, libro que se sumó al cúmulo de obras que formaban el ejército de lucha entre la burguesía ilustrada y la nobleza del Antiguo Régimen.
Cándido es un optimista inexperto que vive en el castillo de Thunder-ten-tronck y que es exiliado luego de encender su llama y la de la señorita Cunegunda, hija del barón del castillo. Fuera de la burbuja, el protagonista iniciará un viaje desde la ignorancia hasta la felicidad, pero sufriendo el maceramiento, la injusticia y la tozudez humana en su búsqueda del mejor de los mundos posibles, como le predicara su maestro Pangloss.
Aunque es un episodio breve, la expulsión del castillo —analogía con la exclusión del Edén— es el adiós de Voltaire a la vieja, respetada y privilegiada aristocracia europea. En cierto modo, Cándido violenta sus códigos en el interior: pese a su incultura, hace una pequeña revolución, fracasada, desde dentro.
Su primera incursión es con el ejército de los búlgaros. Ignorante de su futuro, Cándido tuvo una educación militar a punta de bastonazos y baquetazos casi mortales, por lo que solicitó que finiquitaran su agonía: «No pudiendo aguantar más, Cándido pidió, por favor, que tuvieran la bondad de romperle el cráneo»[i]. El posterior asalto al castillo de Thunder-ten-tronck y la muerte, destrucción y violación que allí se perpetran lindan con lo barbárico. La lógica de la guerra y de la ética castrense descrita por Voltaire es infame y sin sentido, y en ningún momento homenajea esa ingenua máxima de que la guerra es la política por otros medios.
Una segunda institución criticada por el autor es el catolicismo. Voltaire no tiene empacho en decirnos que en la genealogía de la llegada de la sífilis a Europa participó un «fraile franciscano» y un «jesuita», entre otros actores relevantes. Para acentuar su crítica, el narrador aclara que en aras de evitar nuevos terremotos —como el que afectó a Lisboa—, los sabios de la ciudad dictaminaron que la condena a fuego lento de algunos parroquianos sería suficiente para apaciguar la cólera telúrica. Cándido y su maestro Pangloss son apresados; el primero es torturado y el segundo es ahorcado. Y la conclusión del sanguinario ritual es burlesca: «Aquel mismo día la tierra volvió a temblar con una violencia espantosa»[ii]. Esto se adereza con los ímpetus lascivos del Gran Inquisidor que busca los afectos de Cunegunda y muere en manos de Cándido. «Cuando uno está enamorado, celoso y ha sido azotado por la inquisición —le responde a su amada—, es capaz de cambiar su pellejo en un instante»[iii].
Y la tercera institución que Voltaire satiriza es el optimismo metafísico de Leibniz, el cual se encarna en la figura del filósofo Pangloss y sus dos sentencias clarificadoras: «Todo va bien en el mejor de los mundos posibles» y «los males particulares forman parte del bien general». Lo absurdo de este personaje es que su pupilo, Cándido, refirma constantemente sus posturas pese a la concurrencia de las peores calamidades. Cuando Pangloss dice que fue el amor (sífilis) el que lo deformó, Cándido lo interpela: «¿Cómo tan bellísima causa ha podido produciros un efecto tan abominable?»[iv]. Y cuando se acercan al Nuevo Mundo, el protagonista aún confía —pese a que su maestro fue ahorcado— en que ahí todo será perfecto, aunque la experiencia ya lo ha dotado de algunos juicios antes inexistentes: «Porque es preciso confesar que el nuestro [continente] sólo es motivo de lamentaciones»[v].
El Cándido tiene, además, rasgos propios de las corrientes ilustradas del siglo XVIII. Por ejemplo, el cosmopolitismo que se refleja en el viaje como elemento estructurante del relato. La convergencia de personajes de distintas regiones habla de un universalismo anhelado por los intelectuales ilustrados. La búsqueda de El Dorado, sin embargo, puede interpretarse como un ideal imposible: por ello la novela no termina ahí, en una utopía concreta y real, sino que en la pequeña colonia donde habita el entorno de Cándido. Su alocución final es producto de una salida de la ignorancia, pero aún permeada con el ideal de Leibniz en un justo equilibrio: «Todo está muy bien, pero cultivemos nuestro jardín»[vi].
Como toda sátira, el paso del tiempo puede demoler el sentido caricaturesco y mordaz de su mensaje. Pero si observamos con detención las características de la sociedad europea del siglo XVIII, podremos establecer un paralelismo sugerente que reafirme la crítica volteriana. «El modo propio del siglo XVIII de plantear los problemas relevantes de la vida asociada —propone el italiano Alberto Tenenti— sigue siendo el de hoy, como sigue siéndolo discutir para resolverlos de un modo u otro»[vii].
Isaiah Berlin plantea que Voltaire era un genuino agente de la Ilustración, pues adoptó la comprobación científica como máxima indagatoria: su interés en la historia como disciplina consistía en «demostrar que los hombres eran prácticamente iguales en la mayoría de las épocas, y que las mismas causas producían los mismos efectos»[viii]. Los problemas satirizados por Voltaire adquieren, hoy, una resonancia perdurable, ya sea por el atractivo de su figura intelectual, ya sea por la eficacia de su crítica o, como propone Berlin, por la cientificidad de su diagnóstico.
La crítica de Voltaire refleja —con su particularidad— las ideas de la Ilustración. En Cándido descuera a la vieja aristocracia, la beligerancia, la corrupción clerical, el optimismo filosófico. Cumple un rol preponderante en el momento que le tocó vivir. Dice Kant en su prefacio a la Crítica de la razón pura, de 1781: «Nuestro siglo es de manera particular el siglo de la crítica, a la que todo debe someterse»[ix]. A la demostración científica descrita por Berlin, sumamos el talante crítico reafirmado por Kant. El producto es la sátira de Voltaire.
Según Roger Chartier, François Marie Arouet fue un fiel representante del hombre de letras del iluminismo, pero también un intelectual puesto en entredicho por la aristocracia francesa. Fue la elite de los salones parisinos —perfectos habitantes del castillo de Thunder-ten-tronck— la que propició la creación de una estatua de Voltaire, hijo ilustre de la República de las Letras. Fue un reconocimiento en vida, dice Chartier, vedado para los vates, poetas e intelectuales, y sólo plausible para los príncipes. Voltaire anticipó un cambio de época, aunque haya muerto once años antes de que otros hombres disconformes, un tanto más plebeyos que él —y no precisamente ciudadanos de letras—, fueran, un 14 de julio, en búsqueda de pólvora y armas, a tomarse la Bastilla. El resto es historia.
[i] Voltaire; Cándido (España: Biblioteca Edaf, 2002), p. 37
[ii] Voltaire; op. cit., p. 50
[iii] Voltaire; op. cit., p. 59
[iv] Voltaire; op. cit., p. 42
[v] Voltaire; op. cit., p. 62
[vi] Voltaire; op. cit., p. 164
[vii] Tenenti, Alberto; La edad moderna. Siglos XVI-XVIII (Barcelona: Editorial Crítica, 2003), p. 313
[viii] Berlin, Isaiah; Las raíces del Romanticismo (España: Editorial Taurus, 2000), p. 52
[ix] Kant, Immanuel; Crítica de la razón pura, citado en: Chartier, Roger; El hombre de la Ilustración (España: Alianza Editorial, 1995), p. 155