Wolff, Rivano, Sieveking y Radrigán: los dramaturgos insistentes

Son plumas insignias de la literatura dramática de nuestro país. Acá muestran las dificultades y facilidades de su proceso creativo, formulan juicios sobre la dramaturgia actual y reconocen el valor de la perseverancia y la insistencia en la vigencia de sus creaciones.

Patricio Contreras Vásquez

En junio de 1967, el ensayista canadiense Naïm Kattan conversó con Jerzy Grotowski —polaco, fallecido en 1999, heredero de Stanislavski y creador del llamado «teatro pobre»— sobre el lugar que ocupaba el «texto» en el ecosistema teatral, habitado por actores, directores, dramaturgos, escenografías y un largo etcétera de elementos, en apariencia inanimados, que integran un proscenio.

Grotowski aclaró que una obra escrita era más que teatro: se trataba de «literatura dramática» dotada de mitos, ilusiones y verdades, «que todavía son actuales para nosotros». Hablaba del legado de Marlowe, de Calderón, de «las voces de mis ancestros» que posibilitaban una «confrontación sincera» entre generaciones.

«El teatro es un encuentro» —así se tituló la entrevista de Kattan, publicada en «Artes et Lettres»— podría ser el rótulo para un evento que el pasado 11 de mayo reunió a cuatro de los más reconocidos dramaturgos de nuestro país: Egon Wolff, Luis Rivano, Alejandro Sieveking y Juan Radrigán, quienes recibieron, de manos del ministro Luciano Cruz-Coke, el Sello de Excelencia del Consejo de la Cultura.

Era el Día Nacional del Teatro. Hubo mesas redondas, desayunos, tallarinatas y obras a mil pesos. También se rindieron honores póstumos: a Isidora Aguirre, a Jaime Silva. El nombre de las actividades parecía desafiar un apelativo que sería digno sólo para vates y poetas: «Chile, país de dramaturgos».

En un coloquio organizado en medio de estas actividades, Alejandro Sieveking fue consultado por la trascendencia de sus obras y las del resto de los homenajeados. Su respuesta, cargada de ese histrionismo que lo caracteriza, iluminó actitudes y hábitos antes que talentos o condiciones especiales. Más bien esculpió un testamento de persistencia:

«Uno hace lo mejor que puede, y todo el mundo hace lo mejor que puede. Solamente que uno tiene más suerte y otros menos. Hay gente que por distintas razones ha estrenado cosas buenas y, sin embargo, es la obra única de un autor. Pero nosotros hemos insistido, hemos insistido porque en el fondo sobrevivimos de otra manera. No dependemos del teatro para sobrevivir».

Sobre la perseverancia, la inspiración, los puntos de partida y las respuestas del público —el proceso de creación teatral en su dimensión amplia— conversamos con cuatro escritores que, en «un país de dramaturgos», serían —y son— sus embajadores ilustres.

ALEJANDRO SIEVEKING
«Hay una cosa que no puedes contravenir: el orden de la intensidad»

Delgado y espigado, el autor de «La remolienda» (1965) habla como si aún no se despojara de los ropajes de su último personaje. Porque Alejandro Sieveking (Rengo, 1934) milita en el teatro a todo momento y desde dos veredas: la de la actuación y la de la escritura. Doble militancia que tiene sus beneficios: asegura que lo más fácil del proceso creativo es darles una sicología a los personajes, «porque uno ya está entrenado», mientras que lo más difícil es el argumento.

«¿Qué parte primero?», se pregunta. «Si partes con un personaje, tienes que ir viendo por qué ese personaje te parece teatral, tiene que tener algo que se oponga a sus deseos. Al revés: puedes tener un argumento y tienes que crear el personaje para ese argumento. Tú puedes partir desde muchos lados distintos. Y eso depende de una afinidad con tal o cual procedimiento. Hay tantas maneras de enfrentarse con la dramaturgia casi como dramaturgos hay».

Sieveking se reconoce un devoto de los pasajes del centro de Santiago, espacio urbano que dio pie a su obra «El señor de los pasajes» (1996). «No solamente es una historia que se cuenta, sino que es una historia que tiene que tener un sentido. No moral, no dar clases de ética. Tiene que tener algún error, algún error de apreciación del mundo. Algo tiene que fallar».

Advierte, además, sobre la ubicación del clímax: «Hay una sola cosa que no puedes contravenir, que es el orden de la intensidad. El momento más intenso tiene que estar cerca del final de la obra. Porque si está antes, la cosa decae». Y también envía un consejo a los dramaturgos que anhelen la creatividad, lo distinto, tratando de ignorar a Sófocles, a Eurípides: «La técnica hay que conocerla para no usarla. Hay que conocerla, sí, porque si no, estás condenado a descubrir el hilo negro».

LUIS RIVANO
«El eje principal de la obra de teatro es la verdad»

Conocido por su librería en calle San Diego, Luis Rivano —nacido en Cauquenes y autor de un universo teatral rodeado de marginalidad, truhanes, mequetrefes y prostitutas— aclara que el proceso creativo nunca es igual para todos. «De las 14 obras estrenadas que tengo, casi todas han tenido una fórmula diferente, desde que las pensé hasta que terminé de escribir el texto».

Pone algunos ejemplos. En «Te llamabas Rosicler» (1976), un hombre en el otoño de su vida que sólo quiere cantar tangos; en «Los Matarifes» (1983), una canción («Reminiscencias», de Pepe Aguirre) y un barrio (Franklin); en «El rucio de los cuchillos», la sugerencia del actor Jaime Azócar para pasar al proscenio un cuento del mismo Rivano.

Esa dualidad de narrador y dramaturgo le da pie a Rivano para reflexionar sobre un experimento reciente, del que entrega escasos detalles: envió una obra a un concurso y no obtuvo un premio. Aduce que su temática y el mundo sobre el cual trata no serían entendidos por nadie. «Entonces me propuse el siguiente ejercicio: puse la obra al lado, me senté en el computador y la empecé a transformar en novela. Tal cual. Y me di cuenta de que cosas que eran más o menos irrepresentables, por lo difícil, la novela me da la posibilidad de alargarme».

Sobre las frustraciones de no satisfacer las expectativas del público, dice: «Como autor uno cree estar poniendo lo máximo en una novela, un cuento, una obra de teatro, y se da cuenta de que el público ni se enteró». Sin embargo, confirma que la mayoría de las veces ha quedado satisfecho con los montajes de sus obras, especialmente cuando los directores pueden conversar con él para fidelizar el texto con el despliegue que se hace en las tablas.

Y concluye: «Yo considero que el eje principal de la obra de teatro es la verdad. Que la gente sepa que lo que hay ahí es teatro —que por supuesto no es la vida—, pero que a través de eso se vea que realmente puede ser así lo que está pasando en el escenario».

JUAN RADRIGÁN
«Las obras las buscamos en dos laberintos: los de la gente y los nuestros»

El antofagastino Juan Radrigán (1937) cree que con el tiempo se ha puesto más reflexivo y que, por tanto, los temas de su creación dramática —atravesada por la marginalidad social— también han adoptado esa característica. «Me interesan mucho las relaciones humanas, la relación del hombre con su desaparición, con la muerte, qué piensa». Sin embargo, reconoce que la fuente de inspiración nunca es un flechazo o algo concreto; más bien se trata de algo difuso, nuboso: «En realidad, las obras las buscamos en dos laberintos: los de la gente y los nuestros». Devoto de la escritura —»tantas cosas que uno tiene que decir las dice a través de la escritura»—, ha cultivado la poesía, el ensayo, la narrativa. Confiesa que, pese a las clases y talleres que realiza, intenta dedicar diariamente a este proceso unas cuatro o cinco horas. Para una obra final de 36 páginas escribe a mano al menos unas 400 hojas en papel. Cuando se siente satisfecho, cuando se ha «escrito lo que se quiso decir», lo traspasa al computador. «Eso me permite botar, elegir y meditar», cuenta. Sobre los ineludibles vínculos entre dramaturgo y director, Radrigán usa una metáfora que explica la decepción al ver que un texto no se ajusta al montaje: «Yo digo que el autor le pone las alas y el director le enseña a volar, pero lo malo es que a veces le enseñan a arrastrarse». Eso sucedió recientemente —dice— con «El toro por las astas», cuya puesta en escena la «llenaron de vulgaridad».

Es taxativo para definir la regla que aglutina a todas las reglas de la dramaturgia: «Involucrar al espectador». Para él, el objetivo de «cambiar algo» sería presuntuoso. «Escribimos por no entender lo que sucede, por estupor; escribimos sobre eso y queremos hacer partícipe a la gente, para ver qué piensan. Claro que la mayoría de las veces no piensan nada, y se van tranquilamente del teatro, y uno no sabe si logró interesarlos». Por eso Radrigán aplaude la Escuela de Espectadores que lidera Javier Ibacache: «Me parece muy bien para saber qué opinan, qué significa para ellos el teatro, más allá de que encuentren buena o mala la obra».

EGON WOLFF
«Las maneras eficaces son conseguir la identificación y el compromiso del público»

Es ingeniero químico y sus obras pueden ser vistas como experimentos de nuestras grietas sociales. Por ejemplo, «La balsa de la Medusa» (1984), que muestra los conflictos en un grupo humano hedonista y aislado, como si de un reality show actual se tratara. «Yo parto de algo que me inquieta, algo que está en el aire», dice sobre la semilla de sus obras.

Egon Wolff (1926) enumera algunas características de este proceso: en sus comienzos fue un creador prolífico («escribía una obra cada seis meses»), reconoce el gran cansancio físico que genera la creación («uno sin darse cuenta se va aislando del entorno»), constata las decepciones que una puesta en escena débil genera en el dramaturgo («intervienen demasiados factores que alteran la visión inicial que uno tiene») y mira con recelo algunas pérdidas actuales, como la desintegración del personaje.

Al igual que Sieveking, Wolff cree que hay muchos de modos de hacer teatro. «Pero hay maneras más eficaces de hacerlo. Las maneras eficaces son conseguir la identificación y el compromiso del público con lo que está pasando. La identificación, porque está pasando algo que no le ha pasado al público, pero le puede pasar. Y compromiso, porque participa emocionalmente de lo que al personaje le está sucediendo».

Y atiende, sobre todo, a los cambios sociales que han ido determinando la creación teatral, como la urbanización del país y el aislamiento del individuo, lo que le permite juzgar la producción teatral actual. «La dramaturgia que se escribe corresponde un poco a eso, violenta, deshumanizada, extraña. Cada época tiene su expresión y la que tenemos ahora es la expresión de esta época. Yo me quedo con la otra, yo me quedo con la mía».

Publicado en «Artes y Letras», El Mercurio

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