Un niño regordete cabecea y cabecea. Tiene unos siete, ocho años. Viste su uniforme de colegio: polera de piqué blanca y cuello negro, pantalón gris tieso. Lleva unas zapatillas azules, Puma, que atenazan su mochila. Sigue cabeceando. Frente a él, dos veinteañeras inician un duelo silencioso para quedarse con un asiento; triunfa la que lleva más bolsas y la cara menos amable. El niño regordete tiene una mancha de chocolate en la mejilla izquierda, vestigios de un Super 8 o golosina afín. Cabecea hacia el frente, luego hacia el lado. Su madre, un poco más maciza que él, también duerme. El niño levanta su mochila y la abraza como una almohada. Cierra los ojos y cabecea y cabecea. Aumenta la intensidad de su vaivén hasta que despierta, mira a su alrededor y comienza nuevamente su batalla. La sensación de placer y tortura, de ese instante de sueño profundo y forajido, se percibe en su cara mofletuda. La veinteañera de pie, derrotada, mira de reojo a su ex contendora, regocijada en la comodidad del asiento. Pasa Baquedano, Salvador, llega Manuel Montt y la madre despierta al niño regordete porque deben bajar. Un tumulto se disputa los asientos desocupados, pero la veinteañera de pie se impone sagazmente. El niño regordete se pierde en el andén, de la mano de su madre y de la fuerza reponedora —y engañadora— del sueño en tránsito.