Hace algunos años leí un texto de Jack Shafer, columnista de Politico, en el que barría el piso con el premio Pulitzer.
Decía: «Todos los premios de periodismo son arbitrarios y se engrandecen a sí mismos, producto del pensamiento insular y la lógica administrativa. Pero solo los ganadores del Pulitzer esperan que el mundo se doblegue ante el prestigio del premio y piensen que poseer uno los indemniza contra las críticas. Otros creen que debería incorporarse a su nombre como un título de caballero o un doctorado».
Un año antes, Raju Narisetti se preguntó lo siguiente: «Los Pulitzer causan revuelo en las redacciones un lunes al año. ¿Podrían estructurarse para promover el valor del buen periodismo los otros 364 días del año?».
Recordé ambos artículos —el de Shafer, lapidario; el de Narisetti, algo más constructivo— al leer esta reflexión de Laura Zommer, directora de Chequeado, la iniciativa argentina que ha sido pionera en el rubro de la verificación de discurso.
«El movimiento de fact checking en América Latina debe mucho al Premio Gabo«, escribe Zommer. El 2013 Chequeado quedó finalista de la categoría innovación y eso lo cambió todo. «La distinción —continuaba Zommer— nos confirmó que valía la pena no repetir modelos y apuntar a hacer las cosas de otro modo: ser transparente siempre, experimentar y colaborar se volvieron nuestros mantras».
Históricamente los premios de periodismo han operado como certificadores de trayectorias y vitrinas de eso que llamamos el buen periodismo. Pero desde que el Premio Gabo comenzó a premiar la «innovación», algo cambió y se empezó a reconocer otras formas de lo que significa hacer periodismo y ser periodista.
Hoy el periodismo se enfrenta a encrucijadas que van más allá del producto final que hacemos. Las crisis —no creo estar diciendo nada nuevo— son diversas: de confianza, de tecnología, de modelo de negocio, de distribución, de verificación.
¿Reflejan estos premios los desafíos del periodismo?
Sí, reflejan uno de los principales: el de narrar la realidad y ayudar a entender el mundo cumpliendo elevados estándares éticos y técnicos.
Pero los premios pueden y deben ir más allá para atender los nuevos perfiles profesionales y los cambios de paradigma que están enfrentando tanto medios —cada vez prefiero hablar más de iniciativas— como periodistas.
Por eso, y aunque nadie lo pidió, ofrezco algunas ideas para repensar los premios de periodismo y su contribución al crecimiento y mejoramiento de la profesión. Son categorías sin jerarquía ni prioridad. Para algunas tengo ejemplos; para otras, sólo una expectativa.
Acá vamos.
Premio a la colaboración radical. Se reconocerá a las iniciativas periodísticas que propicien alianzas sostenidas en el tiempo para la elaboración de investigaciones nacionales, con medios locales, o transnacionales. Ejemplo: Ojo Público (Perú) y sus múltiples proyectos, como «Memoria robada».
Premio a la transparencia editorial y financiera. Se reconocerá a las iniciativas periodísticas que exhiban estándares elevados de transparencia para comunicar sus decisiones editoriales y el manejo financiero de sus operaciones. Ejemplo: eldiario.es (España) y sus cuentas anuales.
Premio a la transferencia de conocimiento. Se reconocerá a las iniciativas periodísticas y a periodistas en particular que promuevan el intercambio de conocimiento de manera sistematizada y con mediciones de impacto y rendimiento. Ejemplo: El Surtidor (Paraguay) y «Latinográficas», su programa para impulsar el periodismo audiovisual en Latinoamérica.
Premio al periodismo sin algoritmos. Se reconocerá a las iniciativas periodísticas que hayan desarrollado vínculos para conectar con las comunidades al margen de las grandes plataformas de distribución, tanto de manera virtual como presencial. Ejemplo: El Bus TV (Venezuela), Radio Ambulante y sus clubes de escucha.
Premio a la diversidad de fuentes. Se reconocerá a las iniciativas periodísticas y a periodistas que hayan ampliado su abanico de fuentes recurrentes, utilizando todas las vías posibles de comunicación para descentralizar y diversificar las voces que participan en sus coberturas.
Mi yo optimista cree estas categorías —y muchas más— podrían impulsar una mejora en los estándares operacionales del periodismo.
Mi yo pesimista cree que en algunos países o regiones algunas de estas categorías podrían quedar desiertas, pero dejarían una semilla de inquietud: la inquietud por hacer las cosas mejor.
Independiente de mis cavilaciones cerebrales, los premios de periodismo deben observar las transformaciones que el ADN del oficio está experimentando. Hoy los perfiles profesionales no solo se remiten a la producción narrativa o investigativa; en las salas de redacción hay una multiplicidad de nuevas funciones que merecen ser atendidas: editores de comunidad y crecimiento, equipos de periodismo de datos, unidades de boletines, laboratorios de innovación, etc.
Premiar eso, como pasó con Chequeado, puede allanar el camino hacia un periodismo —un ecosistema periodístico— financieramente más sano, organizacionalmente más responsable y crecientemente en conexión y servicio con las comunidades.
Si se lo proponen, los premios de periodismo pueden ser una energía transformadora.