Alfredo Jaar y el espectador

PCV. — El siguiente artículo fue escrito hace un par de años, cuando las instalaciones del artista chileno Alfredo Jaar se hicieron presentes en Santiago por partida triple, a saber: en la Sala de Arte del edificio corporativo de Telefónica, en la Galería Gabriela Mistral y en la pantalla gigante del Paseo Ahumada. Con algunas correcciones, presentamos lo escrito en esa oportunidad.

La celda infinita

En su momento, el crítico de arte Waldemar Sommer apuntó que las obras de Jaar, «con su sencillez e imaginería directa, estimulan los sentimientos de los espectadores. Y entretienen»[1]. Los asistentes participan de sus instalaciones. Sin público, éstas carecen de sentido. ¿Se pierde el aura de la obra de arte por esto? ¿Deben ser las instalaciones de este artista exclusividad del juicio de unos pocos -léase elite intelectual y económica-, destinados celestialmente para tal efecto? ¿Debemos acoger los reclamos que alguna vez hiciera Walter Benjamin ante la masificación y reproducción del arte?

En absoluto. Con emotivas instalaciones físicas y fotografías descontextualizadas a propósito, el trabajo de Jaar invita a la mayor cantidad de gente. No se opone ni discrimina. Requiere, necesariamente, que el espectador se adueñe de su obra, que se sumerja en ella, que sienta las mociones interiores y juzgue su criterio.

La Celda infinita (2004) -aunque por el momento en que la vi, acompañado por un grupo de bulliciosos escolares, la habría titulado Los pingüinos enclaustrados– invita a entrar en ella y admirar el impacto de quienes sufren el encierro. Y al tiempo que se multiplican los barrotes hasta el horizonte visual-gracias al juego de espejos-, también lo hacen sus moradores incautos quienes, hacinados en ese cubo, potencian el efecto inicial.

Esta celda es la antítesis del panóptico de Jeremy Bentham, toda vez que la primera es la imposibilidad de recurrir con la mirada a todos los espacios y la segunda es la utopía -ya concretada socialmente de acuerdo a Foucault- del ojo omnipresente que todo lo sabe y todo lo ve. Los dos son diseños siniestros: para quien vigila, en la creación de Jaar, y para quien es vigilado, en el diseño de Bentham.

En términos metafóricos, presenciar la Celda infinita se asemeja a la siguiente situación:

Quiso avanzar, tropezó con una pared invisible. Quiso retroceder, le pasó lo mismo. Palpó arriba, abajo, a los costados: estaba encerrado en una jaula de cristal. Dio golpes sin perder nunca las esperanzas, insistió una y otra vez en el mismo sitio, hasta que sintió un crujido y pudo atravesar la superficie fría con el puño. Se abrió paso y, por fin, salió al exterior. Avanzó feliz, sonriente, libre, pero se dio un frentazo contra una pared invisible. ¡Estaba dentro de una jaula mayor! Pensó, consolándose: «¡Por lo menos es más grande y está creciendo! ¡Crecerá tanto que un día desaparecerá! Pero la jaula no crecía: el señor iba empequeñeciendo[2].

Ésta contradicción vital, relatada por Alejandro Jodorowsky, reúne la ingenuidad humana y engloba los propósitos de Jaar al colocar una celda con muros tapizados de espejos. A medida que el espectador se sitúa en sus instalaciones, éste logra dirigirlos -física y emocionalmente- a donde quiere.

Lamento de las imágenes

Como escribió T. S. Eliot en relación al poeta y su afrenta a la tradición, la misión de éste «no es encontrar nuevas emociones, sino usar las ordinarias y, al elaborarlas en poesía, expresar sentimientos que no se encuentran para nada en las verdaderas emociones». Ver la Celda infinita de Jaar no significa horrorizarse por estar en la reproducción artística de un espacio de enclaustramiento, sino angustiarse por contemplar la infinitud de las opresiones de la vida. Recorrer el Lamento de las imágenes (2002) no es sólo constatar tres ejemplos sobre el control del poder sobre lo visual, sino también vivenciar el enceguecimiento silencioso que nos afecta.

 «La emoción del arte es impersonal» continúa diciendo T. S. Eliot. Esta emoción se activa mientras se lee y escucha el poema, mientras se ve uno mismo encerrado en la celda, y no si nos preocupamos de atender a la historia de Jaar. Éste, precisamente, nos distrae de su figura como creador y nos convierte en coautores; en ese momento enfilamos nuestra atención a la instalación y no hacia quién la ideó, aunque la contextualización propia y la ajena nunca nos abandone.

El silencio de Nduwayesu

 Las voces críticas que buscan enclaustrar las manifestaciones del arte en espacios privilegiados no tienen cabida aquí. Quienes ataquen la reproductibilidad gracias a la fotografía, mejor que prescindan de Jaar. El silencio de Nduwayezu (1997), examen de conciencia sobre el genocidio en Ruanda en 1994, los volvería loco: un millón o más de diapositivas sobre una mesa con los ojos de Nduwayezu, un niño que fue testigo del asesinato de sus padres, se beneficia de la reproducción artística. Sin reproducción, su silencio -es decir, una sola foto- sería ínfimo. Con un millón de diapositivas, en cambio, el silencio se torna ensordecedor. Con tantas imágenes todos pueden apropiarse de ellas, observarlas, escudriñarlas.


 [1] Sommer, Waldemar; «Artes y letras», El Mercurio, domingo 5 de noviembre de 2006.
[2] Jodorowsky, Alejandro; «La jaula», en Sombras al mediodía, Santiago: Dolmen Ediciones, 1995, p.29

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