PCV.— A comienzos del siglo XVI, Tomás Moro escribió su Utopía para exponer los problemas de su tiempo y una posible mejor forma de gobierno. Erasmo escribió, en 1513, la Educación del Príncipe Cristiano resaltando la importancia de la pedagogía en el devenir político de una comunidad. François Rabelais retomó las historias del gigante Pantagruel y las continuó hasta su fallecimiento, en 1553, buscando atenuar la solemnidad de su época.
Los tres autores convergen en torno a la educación. Moro plantea que son los sacerdotes de Utopía quienes inculcan en las mentes infantiles, «aún tiernas y maleables, sanos principios, útiles para la conservación del Estado»[i]. Tres años antes, Erasmo ya había planteado que desde la cuna la mente del futuro príncipe, vacía y ruda, «deberá ser ocupada por saludables opiniones», para «evitar ser malo» y velar por el «bien común»[ii]. A través de la carta que Gargantúa envía a su hijo Pantagruel, Rabelais aconseja el estudio de las lenguas —herencia de Erasmo—, del derecho civil, la filosofía la naturaleza, la medicina y las armas, criticando la educación escolástica y adhiriendo al proyecto de reforma humanista de talante erasmiano.
La obra de Moro es fantástica cual relato de viajeros. Rabelais muestra como Pantagruel llega a la isla Sonante y utiliza los mismos recursos de Colón: asimilar lo observado a categorías familiares. El ruido «confuso y lejano» parece producido por «grandes campanas […] al igual que suele suceder en París»[iii]. Además, Rabelais acude a la antigüedad clásica —herencia medieval en el caso de los monstruos de Colón— para explicar los miedos frente a lo desconocido.
En cuanto a la organización social, al haber alcanzado el bienestar general, los utopienses de Moro prescinden de la propiedad privada: «¿Cómo es posible imaginar que alguien pida cosas que no necesita si está seguro de que nunca carecerá de nada?»[iv]. La sociedad erasmista no requiere de leyes ni castigos: es émula del idealizado cristianismo primitivo. Rabelais juega con la ética utópica de Moro y la cristiana de Erasmo: su mundo literario está habitado por «bebedores ilustres», «galicosos», lleno de alusiones escatológicas y sucias. La elite como si fuese el bajo pueblo.
Estos autores tienen vocación utópica. Moro inició este género literario. Erasmo adoptó caracteres utópicos al proponer un modelo ideal de gobernante: la Educación no es la búsqueda de un «no-lugar» sino que la encarnación de un proyecto de educación político-cristiano. Rabelais, por último, es el paradigma de esa manía humanista de que la fantasía —sus gigantes— es verdadera y útil para remecer conciencias. Los tres fundan sus propuestas en mundos inexistentes, no porque las crean inviables —muchas pueden serlo—, sino porque así se liberan de ser tachados de ingenuos productores de teorías inconducentes. El «no-lugar», como fue América, es la alteridad, la cartografía de lo posible. Y sólo una creación literaria, con personajes, sociedad y leyes, puede reflejar esta geografía, en la medida —y esto es esencial— que dialoga con su contexto histórico.
[i] Moro, Tomás; Utopía (Madrid: Ediciones Rialp, 1989), p. 163
[ii] de Rotterdam, Erasmo; Educación del Príncipe Cristiano, pp. 12-14
[iii] Rabelais, François; Pantagruel, p. 745
[iv] Moro, Tomás; op. cit., p. 129