Arte, interpretación y el piano de Ludovico Einaudi

Ludovico EinaudiPCV.— ¿Puede el hombre superar las creaciones de la naturaleza? En su clásico ensayo «De los caníbales», Michel de Montaigne reflexionaba al respecto, argumentando que Platón proponía que todas las cosas de la naturaleza habían sido creadas por el azar o el arte: «las más grandes y bellas por uno de los dos primeros; las menores e imperfectas por el último». El canto del pájaro sería insuperable y el verdor de un bosque sería inimitable. La aleatoriedad del mundo es la garantía de perfección; el producto del homo faber, pues, sería imperfecto.

Vista así las cosas, ¿puede el arte alcanzar los límites impuestos por la naturaleza? ¿Puede un cuadro llevarnos al paisaje? ¿Puede una égloga literalizar un prado idílico? Dice Susan Sontag que el verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos y que si intentamos darle una interpretación a la obra sólo la domesticamos : el arte, así, se vuelve maleable y manejable.

La postura de Sontag puede aplicarse a la observación de, por ejemplo, una escultura. Hablemos de El Pensador (Le Penseur, 1880) del francés Auguste Rodin. Esta pieza de bronce es polisémica y se presta para muchas interpretaciones: un hombre reflexivo, un hombre triste, un hombre abrumado, etc. «Siempre sucede que las interpretaciones de este tipo —propone Sontag al respecto— indican insatisfacción (consciente o inconsciente) ante la obra, un deseo de reemplazarla por alguna otra cosa». Sentados tal como El Pensador, podríamos estar horas buscando desentrañar su sentido. La piedra, el mármol, el bronce, están ahí, aguardando.

¿Qué sucede, entonces, con la interpretación del arte efímero, no permanente ni tangible? Sontag plantea que las buenas películas no requieren de interpretación, pues al ser espontáneas nos liberan de la ansiedad de esta carga. La música, sonido armónico en el tiempo, eventualmente nos abandona, aún cuando podamos —gracias a la tecnología— repetir su experiencia, una y otra vez, pero efímera e inasible en último término.

Y contradiciendo a Sontag, la música sí puede evocarnos sensaciones, sentimientos, penas y culpas, alegrías y rabias, desprecio o aprecio. Así como una égloga de Garcilaso logra construir un locus amoenus clásico —corrientes de aguas puras, cristalinas, verdes prados, aves que siembran sus querellas, pastores que lamentan sus amoríos fracasados—, el piano del italiano Ludovico Einaudi también edifica un espacio grato y acogedor. Purifica la atmósfera de los malos humores, espanta la melancolía —y otras veces la atrae—, invoca lágrimas y restituye recuerdos relegados.

Einaudi construye un lugar ameno, ralentizado por el ritmo de sus dedos, hermoseado por sus títulos bucólicos y paisajísticos: «Las olas», «Doble puesta de sol», «Noche blanca». Con su piano musicaliza y, fundamentalmente, armoniza la indómita  geografía que nos rodea, impredecible e ignorada por nuestra ceguera urbana, sometida a la jungla de cemento, vidrio y ruidos. Su composición «Los días» (I giorni) parece querer decirnos que detengamos el paso, respiremos profundamente y, siguiendo a William Blake, adoptemos su máxima como parámetro y balanza de nuestros gustos e intereses: «El arte —dice Blake, poeta y artista místico— es el árbol de la vida». Disfrútela.

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