El decano de la Facultad de Ciencias Sociales e Historia de la Universidad Diego Portales realiza «un diagnóstico de cómo somos y estamos los chilenos», según revista Capital. Su reflexión fue publicada en el número 316 (30 de diciembre del 2011 al 26 de enero del 2012).
¿Cómo somos los chilenos? Esta es una pregunta que suelen infligirnos a los historiadores y que no tiene respuesta definitiva. Ninguna identidad general puede englobar al tumulto de los ciudadanos de este país o de cualquier otro. Somos demasiado heterogéneos. Nuestras biografías y nuestros valores remiten al ámbito nacional tanto como a la clase social, al género, a la educación recibida o a la generación a la cual pertenecemos, enredando sin remedio la madeja. Un joven santiaguino de clase alta, viajado, y una anciana pobre de provincia ejemplifican modos muy diversos de ser chileno; poco o nada comparten entre sí. Añádase que, en una sociedad tan segregada como ésta, el espacio para lo común se reduce y la densidad cultural de nuestros lazos nacionales se debilita.
Ahora, en nuestra historia, obviamente se han elaborado diversos discursos con el fin de caracterizarnos. Las guerras del siglo XIX fueron claves a la hora de fraguar, al calor del nacionalismo, representaciones sobre los chilenos. La literatura, la historia y el periodismo han actuado, en tiempos de guerra y de paz, como laboratorios para la confección de imágenes sobre nosotros mismos. Hoy las encuestas cumplen esa función a escala masiva, aunque con poca sintonía fina. Sí existen, entonces, los discursos sobre la identidad de los chilenos, y para todos los gustos y nichos ideológicos. Los han tenido, cortados a medida, el católico hispanista, el nacionalista desatado, el promotor del mestizaje y el gurú capitalista engrupido con la mística del emprendimiento.
A mí, al menos, siempre me ha atraído la idea que Joaquín Edwards Bello se hacía de nosotros. Él redactó sus crónicas a lo largo de décadas. Pese a consignar con detalle los cambios de los cuales fue testigo, nunca varió su diagnóstico sobre la sociedad chilena. De su lectura Chile emerge como un lugar fuera del tiempo, donde todo se transforma en la superficie pero algo, de solidez geológica, permanece inalterado en el fondo: el pelambre compulsivo, la “maledicencia mortífera”.
Edwards Bello percibió nuestra vida social como un festín caníbal: el acto sádico de descuerar al vecino, al diferente, como un rito colectivo. Si asoma la cabeza, a tumbarlo se ha dicho: ponerle un sobrenombre denigrante, magnificar un error nimio, obviar los méritos descomunales, verter rumores tóxicos en el flujo de las conversaciones. Practicamos la selección a la inversa, eso decía: los talentosos nos gustan cuando muertos, antes les hacemos la vida imposible. Todo lo contrario a los argentinos, que han hecho del autobombo una forma de folclor nacional. No pretendo convencer a nadie del valor empírico de esto. Depende de la experiencia de cada cual. Tómelo o déjelo.