PCV. — Se dice mucho de él: que fue el asesino del realismo mágico en latinoamérica, que le copió descaradamente a Salinger cuando escribió Mala Onda, que no es un escritor de verdad, que ocupa muchos puntos y frases cortas, que su ópera prima cinematográfica –Se arrienda– fue un bodrio, que es un burgués con ínfulas de clase media letrada o que es un intelectual aspiracional, que piensa como gringo, que le encanta Estados Unidos, etc., etc.
Alberto Fuguet (Chile, 1964) es un personaje amado y odiado, especialmente en la fauna literaria. Su doble militancia de cinéfilo y escritor le ha costado caro, aunque él mismo ha explicado -en una declaración de principios- que su verdadero amor son las películas.
Sus libros son consumidos por un público cautivo, aún cuando la crítica literaria sea despiadada con él (si pueden revisen el comentario de Juan Manuel Vial a Apuntes Autistas en el suplemento «Cultura», de La Tercera) y algunos de sus textos han pasado a formar parte del canon de lecturas escolares. Sus opiniones, como el desdén por la visita de Morricone a Chile, sacan ronchas hasta en sus fanáticos. Hoy acaba de publicar Mi cuerpo es una celda, una biografía del colombiano Andrés Caicedo, quien se suicidó a los 25 años de edad y dejó un legado de cultura urbana y cinematográfica situado en las antípodas de la herencia de García Márquez.
¿Es imprescindible Fuguet? ¿Hay que leerlo? ¿Hay que verlo? ¿Hay que amarlo, odiarlo, ignorarlo? Usted decida.