De la pérdida de la inocencia: una mirada desde Vargas Llosa

Y aparecían ya en sus pieles algunas  pequitas, ciertas arruguitas.
MARIO VARGAS LLOSA

Vargas Llosa en su juventudPCV.— Los referentes moldean la identidad de los sujetos, les permite reconocerse y establecer nuevos puntos de contacto con la realidad a la que pertenecen. Mientras en la antigüedad clásica se recurría a la variedad de dioses y diosas disponibles, durante el medioevo se echaba mano a la moral cristiana o al noble de turno, quien daba «protección» a sus sufridos siervos de la gleba.

El «Conejo» Villarán, un nadador limeño de los años cincuenta, es uno de los referentes que Mario Vargas Llosa rescata para recrear el mundo adolescente —su mundo, quizás— en el cuento Día domingo y en la nouvelle Los cachorros y es, por tanto, uno de los puntos de conexión entre ambos relatos.

Día domingo, un cuento sobre los valores que priman en la adolescencia, recoge experiencias, visiones, sensaciones cotidianas que muchas veces son veladas por nuestra memoria machista. La vergüenza y el orgullo se contraponen con la honestidad y la probidad. ¿Qué mueve a dos jóvenes, Miguel y Rubén, a internarse en una descabellada competencia, borrachos, por cierto, que puede acabar con sus vidas? ¿Y, a su vez, qué los motiva a reconocerse frágiles y errantes, uno más que el otro, al término del relato? Algunos hablarían del despertar de la juventud, de la transición entre la niñez y el desafío de ser grande.

Sea cual sea la respuesta, lo cierto es que Día domingo ejemplifica la lucha interior, de Miguel en este caso, por validarse socialmente. Sin embargo, hay que aclarar que, para él, validarse es, entre otras cosas, reconocerse en otro. Y ese otro puede ser el «Conejo» Villarán, símbolo de la natación esos años, aunque no por esto el eje de la revolución, esa descolocación interna que todos sufrimos en esa etapa. Miguel, Rubén y el resto de sus amigos —Tobías, el Escolar, Francisco y el Melanés—, están en búsqueda de referentes, que los afirmen, reafirmen, consoliden como tales dentro de su mundo.

Por otra parte, Los cachorros narra el ascenso y ocaso de Pichula Cuéllar, que, por esos accidentes de la vida, pasó de ser un joven modelo a ser un perdido y una aberración humana. Cuando recién llegó al colegio Champagnat, Cuéllar poco a poco logró el reconocimiento progresivo de sus pares —Choto, Chingolo, Mañuco y Lalo— y juntos elaboraron un camino hacia la adultez. Pero Cuellar sufrió la amputación de su masculinidad, la separación de su homonimia con el resto, y debió tomar rumbo distinto a ellos.

Cuéllar vivió hasta su fin como un niño. Algunas veces fue más honesto que en otras. Su caso es el genuino ejemplo del «hijito de papá» y gozó de los regalos automovilísticos que lo llevarían a la perdición. Su grupo de amigos le pedían que convenciera a su viejo para que los llevara a la piscina a ver nadar al «Conejo» Villarán, ¿tú ídolo Cuéllar?, mientras lentamente sentía, o más bien veía, como su vida era distinta a la de los común de los mortales.

Quizás su perdición vino a confirmar el desamparo en que vivió su adolescencia. Pobre Cuéllar. No quedan más cosas que decir en su nombre, salvo, tal vez, que su inocencia se fue al tiempo que llegaba el seudónimo que adquiriría para el resto de su vida: Pichulita Cuéllar. ¡Qué triste! Nunca pensaste que era algo serio, sólo creías que era algo chistoso, pasajero. ¿Pensaste en eso antes de volar en mil pedazos en las curvas de Pasamano? Ya descansas en paz, Pichulita, ten eso por seguro.

Así como el «Conejo» Villarán, el viejo conejo ahora, se convirtió en un ídolo acuático, Cuéllar, Pichulita, engendró la antítesis del referente generacional. Entonces, deberíamos preguntarle a Vargas Llosa: ¿la historia de Cuéllar le ocurrió a un conocido tuyo? ¿Quieres que la gente tome conciencia de cómo los hechos pueden desencadenarse inesperadamente, de cómo la luz da paso a las sombras?

Los relatos comentados son un regreso a la infancia de su autor, son la epopeya literaria de lo que vivió en las viejas calles del barrio Miraflores. Es la reminiscencia de los retos de la adultez, de las despedidas de la niñez, de la añoranza de lo bueno y el desprecio de lo malo. Son, ante todo, palabras, comentarios de una experiencia, propia quizás, no explícita, pero decidora: la juventud —en este caso, entre hombres, claro está— es un proceso de cambios, dolor y descubrimiento.

El grupo de amigos de Cuéllar vivió, seguramente, aliviados por no haber sido ellos las víctimas de Judas, felices de no haber vivido esa experiencia traumática, contentos de haber dejado de ser cachorros. Miguel, en tanto, también se regocijó —pese a que casi pereció en el frío océano de invierno— por lo que le esperaba tras el desafío con Rubén. Al fin y al cabo, sólo era un día domingo más. Todos, en resumen, perdieron la inocencia.

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