Del castigo físico a la violencia verbal, y de los tiempos arbitrarios al uso de la campana. Las diversas facetas de la historia de la educación se aglutinan en un libro ornamentado con el legado fotográfico escolar.
Patricio Contreras Vásquez
En 1812, José Zapiola, futuro director de orquesta y político camaleónico, advirtió la herencia punitiva de la educación colonial. En sus «Recuerdos de treinta años» escribió: «En ese tiempo estaban en uso cuatro castigos: arrodillarse, el guante, la palmeta y los azotes. El primero, considerado como el más suave, era más común».
Nueve décadas después, Lucila Godoy Alcayaga —en ese momento, con ocho años, lazarillo de doña Adelaida Olivares, una señora casi ciega y directora de la escuela primaria de Vicuña— se encargaba de repartir el papel en el establecimiento. Sus compañeras, abusando de su retraimiento, sacaban más de lo presupuestado, y cuando el déficit se hizo notorio, la tímida niña no dio explicaciones. Frente a toda la escuela, doña Adelaida acusó de ladrona a Lucila, quien se ganó una brutal apedreada de sus coetáneas. «Yo no olvido nunca», habría dicho la poeta en el funeral de la ciega directora.
Eran dos tipos de castigos, separados por casi un siglo, pero con marcas indelebles en la vida de sus protagonistas. «Hay muchos vestigios para identificar que la educación en Chile ha sido estricta, por llamarla de una manera amable, pero también castigadora», dice María Isabel Orellana, directora del Museo de la Educación Gabriela Mistral y autora de «Una mirada a la escuela chilena», publicación disponible en bibliotecas de la Dibam y financiada por la Fundación SM, como regalo para el Bicentenario chileno.
La disciplina, el control del tiempo y la precariedad del mobiliario educacional son temas complementados con una muestra del repertorio de imágenes (más de seis mil) que posee el Museo de la Educación. Son fotografías cruzadas por rostros graves, circunspectos. Y nimos. «Nunca sabremos el nombre de la profesora encargada de la parte de salud de la escuela, pero ella quedó plasmada en una fotografía. El libro consiste en hablar de la gente que lleva los procesos, no con la que los lidera».
«Una mirada a la escuela chilena», cuenta Orellana, es un paradigma de la «historia pública» ligada a los museos y disímil de los afanes academicistas. Para Pablo Toro, director de Licenciatura en historia de la Universidad Alberto Hurtado, a la historia le urge facilitar la reflexión compartida. «Atender a lo cotidiano de la escuela en la historia de la educación, sin idealizaciones ingenuas ni descalificaciones a priori , es acercar la investigación a los sujetos, a los protagonistas».
Vigilar y castigar
En «La higiene en la escuela» (1884), el médico Ricardo Dávila aprovechó de referirse a la disciplina del sistema escolar: «Entre tener a un niño arrodillado una o dos horas, o encerrado en un calabozo, ocho o diez, y obligarlo a copiar una lección diez o veinte veces o a estudiar tres o cuatro horas continuas, francamente que no sabríamos por cuál pena decidirnos». Su vacilación respondía a una pluralidad de criterios que, no obstante, confluían hacia lo que Johann Jacobi von Wallhausen llamó, refiriéndose a la infantería del siglo XVII, como «el buen encauzamiento de la conducta».
«Si uno empieza a escudriñar más a fondo —dice Orellana—, se da cuenta de que el castigo está más presente de lo que se podría pensar. Estaba tan legitimado que los padres llevaban problemas cotidianos, para que el profesor castigara cosas que el niño había hecho en la casa». Las faltas podían ser sancionadas con maltrato físico —el guante o la palmeta— o sufriendo el encierro en las cabinas de castigo. También existían humillaciones públicas como los certámenes estudiantiles, que medían habilidades intelectuales y donde la respuesta errónea era penada con golpes.
Iván Núñez, historiador interesado en el devenir de las prácticas pedagógicas, recuerda que, en 1889, los alumnos de la Escuela Normal de Preceptores se sublevaron por los «rigores» de su régimen de internado: «Causaron destrozos, hubo disparos de los guardianes de la policía y fueron expulsados catorce ‘cabecillas’. La sociedad chilena —explica— ha sido genéticamente violenta y la escuela no ha podido quedar al margen, como isla de civilidad». María Loreto Egaña, autora de «La educación primaria popular en el siglo XIX en Chile: una práctica de política estatal», comulga en que el maltrato y sus mutaciones siempre tienen un correlato social: «Las escuelas son reflejo de la sociedad en que se desarrollan».
Si bien hoy la violencia en el aula se ha desprestigiado, para María Isabel Orellana aún subsisten manifestaciones veladas: la invisibilización del alumno, la ofensa, el silenciamiento. Además, los contornos y participantes de la violencia, afirma Pablo Toro, especialista en el estudio de las formas de la disciplina escolar, deben ser comprendidos en su contexto. «Así, por ejemplo, la moderna idea de ‘violencia psicológica’, que hoy nos parece del más mínimo sentido común y se asocia, entre otras manifestaciones, al fenómeno del bullying , no tenía mucho asidero a mediados del siglo XIX».
Un monstruo bicéfalo
En la época a la que alude Toro se establecieron normas para regular el tiempo, prescindiendo de la arbitrariedad del maestro. «Se introdujo la campana como elemento permanente para regular los horarios y las pausas dentro de la escuela y se utilizó el reloj para uniformar las horas de clase», escribe Orellana en el libro. Conforme se institucionalizaba el sistema, el mobiliario mejoraba -se pasó del rústico tronco al pupitre- y los manuales de aprendizaje acogían las nuevas tendencias pedagógicas. De una educación decimonónica de élite se emprendió el anhelo de la masificación.
«Si ves los censos —comenta Orellana—, la gente que tenía enseñanza media completa a mitad del siglo XX era mínima. Y nosotros entramos al siglo XX con una educación primaria en crisis, que es la educación popular como la llama María Loreto Egaña. Hemos mejorado en muchos aspectos, pero todavía hay problemas enormes de calidad».
El libro que recoge estos aspectos cotidianos de la educación pública lleva como subtítulo «Entre la lógica y la paradoja». La explicación, dice Orellana, es que el espacio escolar, mirado con el prisma de la historia, se erige como un «monstruo bicéfalo» que produce dos sensaciones opuestas. «La escuela puede ser algo muy positivo o algo que te marque de manera negativa y permanente», afirma. No sin razón Gabriela Mistral se preguntó en sus «Pensamientos pedagógicos», quizás evocando el agrio recuerdo de doña Adelaida Olivares, su apoderada: «¿Cuántas almas ha envenenado o ha dejado confusas o empequeñecidas para siempre una maestra durante su vida?».
Publicado en «Artes y Letras», El Mercurio
En el siguiente enlace pueden descargar distintos artículos y monografías relacionadas con el estudio de la historia de la educación en Chile. Hay escritos de Pablo Toro, Iván Núñez, Loreto Egaña, Leonora Reyes, Nicolás Corvalán, Claudio Barrientos, Milton Godoy, Rafael Sagredo y Sol Serrano.