PCV.— Los milagros de nuestra señora (1260), composición poética del maestro Gonzalo de Berceo, el primer poeta castellano conocido por su nombre, es una demostración —en su época— de la literatura de tradición mariana; es decir, creaciones devotas de la injerencia de la virgen en la vida medieval, la expresión del bien frente a la siempre dicotómica presencia del mal.
Gonzalo de Berceo se convierte en el vate de la virgen, y su introducción a los Milagros sintetiza el universo simbólico que el autor espera transmitir a lo largo de su obra: el prado verde, atravesado de «corrientes aguas puras y cristalinas» —como diría después Garcilaso de la Vega— y poblado de frutos perfectos, es el símbolo del virtuosismo y de la divinidad de la virgen. Como si fuese el jardín del edén.
El autor dota a los milagros de un lenguaje popular mezclado con la tradición juglaresca, pues sabe que esto no es contrario a la profundidad teológica de los poemas. Es más: su mirada es la del campesino ingenuo o ignorante frente a los sucesos divinos, no la de un doctor en teología.
Ejemplo de lo anterior es el milagro de «El clérigo ignorante», el cual es tratado por el poeta como un «idiota» que sólo reza la misa a la virgen porque no sabe otra distinta. Y el trato que recibe del obispo, indignado por la ineptitud del clérigo, es subvertida por de Berceo al introducir la aparición de la virgen, irritada, con el obispo, por quitarle la misa en su nombre que este hombre hacía.
Los milagros de nuestra señora son coronados por una intervención del poeta —Gonzalo de Berceo, el vate de la virgen en esta peregrinación literaria— donde ensalza las virtudes de su «señora», santa patrona de la tradición mariana y de los claros tintes populares.